Era una de las últimas mañanas dominicales de la última quincena del año.
Ese día me
levanté con una sola consigna en la mente: la prueba de embarazo.
No le di
posibilidad de réplica ni reproche a mi pareja y ni bien puse los pies sobre el
suelo los metí dentro de unas zapatillas y a paso rápido moví el cuerpo y los
nervios hacia la farmacia.
Si el camino
de ida fue largo, el camino de regreso lo fue el doble.
-
Ahora
o nunca, no podré esperar hasta después de año nuevo.
Con su mirada
me bastó para saber que al menos está vez me había salido con la mía.
Mientras la
prueba determinaba si era positiva o negativa pasé por el baño previa escala en la
cocina.
-
¡Oh
my god!, dijo ella mientras me mostraba su mejor sonrisa y su más tierna lágrima.
No necesitaba
más. Sería papá en menos de nueve meses y si mi vida ya no había cambiado en
esos segundos lo comenzaría a hacer en los próximos.
Y así fue.
Aquella mañana estuvimos confundidos y al mismo tiempo seguros. Algo
contrariados sobre cómo haríamos en adelante y bastante convencidos del amor que
nos teníamos para salir a la cancha en busca de cualquier sueño.
Lloramos,
reímos, volvimos a llorar, volvimos a reír y decidimos que en adelante tendríamos que estar más juntos que siempre.
Este no era un
error, sino un acierto que Dios nos había
enviado…
Sí, eramos
nuevos en esto, pero la experiencia llegaría con el tiempo…
El temor a fracasar lo hubiese tenido a los 22 o a los 50. Podía dudarlo todo, menos que ella más yo éramos un bebé que venía en camino y por el que teníamos que luchar.
Continuaremos...
Continuaremos...
(Renzo F.)
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