La tele de la salita verde estaba prendida desde horas antes, como para no perdernos incidencia alguna de los partidos de antesala. Eso no quiere decir que el de Perú haya sido el cotejo de fondo en la programación, pero sí el más importante para nuestros corazones.
El Tío Luiggi hacía siempre las de dueño de casa. Tal vez por su imponente voz o quien sabe, por siempre tener en la mano el vaso de ron más cargado de la reunión.
La abuela Carmen estaba a su lado, con una escala menos en dósis de licor, pero al día en los cigarrillos.
Papá siempre llegaba en taxi minutos antes del partido, para no perdérselo de ninguna manera y compartir el momento con tres latitas de Brahma.
Por su parte, Quito estaba bien sentado como casi todo el día, con las sandalias negras que no contrastaban para nada con sus medias blancas. Él ya se había servido un vaso de ron sin que necesariamente se lo hayan ofrecido. Era conchudo, pero al fin y al cabo uno de los más queridos.
Robert también venía para esas ocasiones especiales. Siempre para ponerle el toque histórico de Perú en los mundiales y renovar la ilusión contando hazañas pasadas.
Ahí estaba yo, en algún rincón, con una decena de años, esperando que se me pregunte algo sobre estadística o últimos fichajes del mercado futbolero.
La Tía Claudia, Mellisa y el resto venían de vez en cuando, pero siempre dispuestos a prolongar su estadía hasta más allá de los noventa minutos.
Cuando el estadio comenzaba a cantar el himno nosotros no seguíamos el ritmo con nuestra voces, pero le dábamos compás en nuestro corazones.
Con el pitazo inicial comenzaba una jornada emocionante, esperando siempre el gol a favor antes que la anotación en contra.
Recuerdo que fueron más goles en contra que a favor, pero también más jornadas para compartir que para no hacerlo.
Perú casi nunca ganaba, y si lo hacía era al fin y al cabo una excusa para alargar aún más la noche familiar.
Ganara o perdiera, nosotros estaríamos ahí la próxima vez, al pie del cañón, como para demostrar que nuestro amor por los colores era a prueba de descalificaciones a lo mundiales.
Nunca faltaba el lamento post partido que reclamaba un gol no anotado o un pase mal dado. En ese momento todos dejábamos de ser hinchas y nos poníamos el traje de técnicos.
Con el pasar de los años esas costumbres se fueron perdiendo...
La abuela Carmen partió a terreno celestial con la promesa de interceder no solo por los sueños de nuestra selección, sino por la unión y felicidad de nuestra fam
ilia.
Quito se embarcó a Norteamérica con un maletín lleno de sueños y con boleto de retorno una vez cada diez años.
Mi padre se volvió a casar y ahora prefiere ver los partidos con su mujer, mismo jubilado.
El Tío Robert le ha encontrado el gusto al fútbol viéndolo por partes, pues sus obligaciones le impiden sentarse a verlo noventa minutos.
Pero ahí sigue el Tío Luiggi, atrincherado en el sofá, no solo viendo fútbol, sino beisbol, basket, voley o lo que transmita la televisión. Siempre con una dósis y un cuarto de ron, dos hielos, Coca Cola, medio limón, dos cajetillas grandes de cigarros y una sonrisa para no olvidar lo inolvidable.
Dichosos los tiempos que no volverán...
Metafórico Intenso, el Autor - Renzo F.